En primer lugar, Joe Biden llegó con el propósito de legitimar su nuevo plan para contener la migración, con el que acepta recibir cada mes a 30.000 cubanos, nicaragüenses, venezolanos y haitianos a cambio de que los migrantes excluidos del programa se queden a cargo de las autoridades mexicanas. El presidente anfitrión, Andrés Manuel López Obrador, le reconoció las buenas intenciones y el humanismo, sobre todo en comparación con la mano dura de Donald Trump. Le mostró su gratitud por ser “el primer presidente de EE UU que no ha construido ni un metro del muro”. Pero el lunes el mandatario mexicano había lanzado un mensaje de fondo, al comienzo de la reunión, pidiendo a Biden acabar con el olvido de Estados Unidos hacia América Latina.
La reclamación tiene varios asideros, y la política migratoria es precisamente uno de ellos, puesto que la filosofía para afrontar este desafío debe mirar más allá de la frontera norte para diseñar una estrategia regional que pase por Centroamérica, sobre todo Guatemala y Honduras, e incluso parte de Sudamérica. Cualquier plan ambicioso debe contar con más recursos, y Washington, muy interesado por ejemplo en impulsar la producción de semiconductores en Latinoamérica, está abocado a liderar los esfuerzos económicos.
La cumbre abordó también la seguridad y el narcotráfico. La detención días antes del cónclave de Ovidio Guzmán, hijo del Chapo, es una potente señal y marca el único camino posible para combatir a los carteles. Biden, López Obrador y Justin Trudeau se comprometieron a profundizar la cooperación en este y otros ámbitos y, aunque cada presidente aprovechó la cumbre para reivindicar su propia agenda, todos condenaron sin matices el asalto a los tres poderes del Estado que sufrió Brasil el pasado domingo. Su reunión supone, en sí, una buena noticia. Sin embargo, el camino hacia una más profunda integración regional tiene todavía un largo recorrido por delante. Y la migración es el espejo que refleja a diario esa enorme asimetría.